Despidos
Los días de Télam
La historia de 356 trabajadorxs de prensa despedidos.
Esta no es una historia personal. Pero si lo fuera debería empezar, quizás, hacia finales del año 2010, cuando el país era el mismo pero también uno muy diferente. El país, entramado complejo de subjetividades, voluntades e intereses, tenía la presencia de lo que hoy no brilla pero se ausenta. Tenía la presencia de un Estado que, con sus contradicciones, transformó la realidad social, individual y simbólica de una sociedad atravesada por la violencia, la corrupción y el vaciamiento. Un Estado que tenía, también, sus enemigos declarados: sectores de la oligarquía, dueños del campo, especuladores financieros, medios hegemónicos y una rabiosa clase media indignada con las cadenas nacionales que expresaba su odio en casi todos los canales de televisión. Otros tiempos.
En esa historia me veo entrando a la Agencia Nacional de Noticias Telam —fundada el 14 de abril de 1945— con una mochila, una libreta y un saco que no volvería a usar. Venía de un viaje por el norte de la Argentina, venía de escribir poemas exagerados, venía de filmar cortos experimentales en La Plata, venía de escuchar a mi viejo en la radio cada mañana, antes de tomarme el colectivo que me llevaba a una escuela de arte en Mar del Plata. Estaba alucinado con el taller de Dalmiro Sáenz y quería escribir policiales. Estaba fascinado con las clases de Laiseca y quería escribir relatos delirantes. Estaba sacudido con las investigaciones de Walsh y quería ser periodista. Quería conocer una redacción. Y ahí estaba: leyendo la cablera, aprendiendo a titular, tratando de “hacer una cabeza”. Buscando la respiración del texto en las grietas del qué, cómo, cuándo, dónde y por qué.
Mi primera y única maestra de periodismo cultural, Mora Cordeu, fue la que me enseñó que este oficio tenía que ver, antes que nada, con la velocidad. Así empezaron las coberturas, las reseñas, los recuadros, los datos de color y los reportajes siempre en modo entrega inmediata, mirando el reloj, corriendo para desgrabar más rápido, tratando de salir con foto y buscando que la nota dijera, en definitiva, algo más que información dura. Algo que tuviera que ver con la lectura, los modos de producir cultura, las formas de vincular arte y realidad.
Ahora, con risa nostálgica, recuerdo las discusiones en torno a un párrafo, los gritos innecesarios sobre los libros a difundir, mi soberbia de pibe orgulloso que se fue diluyendo en la trama de voces, risas, mates, opiniones y decepciones de la cotidianeidad.
En la redacción conocí personajes literarios, cinematográficos, intensos de la palabra, obsesivos del discurso, fanáticos del debate, sacados de novelas de Arlt o de Pynchon. Redactorxs, editorxs, fotógrafxs que devinieron amigues, colegas, compañerxs de una profesión que se configura en su acción y se cristaliza en el ruido de los teclados y los flashes de las cámaras. Ahí también conocí a una de las mejores plumas de su generación, Pablo E. Chacón, el poeta, el novelista, el psicoanalista loco que no pudo sobrevivir al peso de lo real. Pablo, que sabía que el periodismo era una forma de la literatura, fue quien me dejó ver que en las entrevistas siempre hay lugar para la imaginación, el juego y la ficción. Ahí conocí a las “chicas de cultura”: Julieta, Mercedes, Dolores, Analía, Milena, Claudia y Emilia. Compañeras amigas que me ayudaron a entender la dinámica de la sección.
Así como guardo en mi memoria las charlas, discusiones, peleas, satisfacciones y fracasos que se sucedieron a lo largo de siete años en una redacción siempre agitada y ruidosa, conservo algunas notas que ahora entiendo como regalos que no voy a olvidar: diez días intensos en Shanghai para realizar una cobertura diaria del festival de arte más importante del gigante asiático, que en el año 2013 llevó a la Argentina como país invitado de honor; la triste ceremonia en el cementerio de la Chacarita para despedir los restos del artista plástico León Ferrari, una cobertura que terminó siendo la celebración amarga de una obra cargada de provocación; una de las últimas conversaciones con Abelardo Castillo, que me leyó una carta manuscrita de Cortázar; las visitas al palacio del Conde, mi maestro Alberto Laiseca, que tenía la capacidad de transformar un reportaje en un viaje metafísico; y la última entrevista a Ricardo Piglia, el escritor que nos enseñó a leer. Además: los festivales de poesía en las provincias, la pila de libros subrayados, las nuevas voces de la literatura.
Pero esta no es una historia personal. Esta es la historia de 356 trabajadorxs de prensa que fueron despedidos sin justificación, explicación o instancias de diálogo, palabra bastardeada por los voceros del gobierno nacional. 356 trabajadorxs que fueron marcados, denigrados y descartados por una administración que llegó para desmontar estructuras e instalar la precarización como forma de modernización, otra palabra viciada por los entusiastas del cambio que redefinieron el concepto de grieta: la que pone al poder frente a la clase trabajadora. 356 trabajadorxs que fuimos abandonados por nuestros superiores y acusados de formar parte de una suerte de grupo mafioso militante de la moneda corriente de nuestros gobernantes: la pesada herencia. 356 trabajadorxs que fuimos violentados por el silencio, la paranoia y la espera de un telegrama o un mail que, con tono orwelliano, daba la bienvenida a la Nueva Agencia Télam. 356 trabajadorxs que, finalmente, sólo supimos de nuestro destino por un posteo en Facebook del ministro manos de tijera que sostuvo, el primer día de los despidos, que había “ganado el periodismo”.
Quienes estamos formados en una sensibilidad colectiva entendemos esta instrumentación empresarial dentro de lo estatal como algo cínico, perverso y malicioso. Pero es importante comprender que, desde este poder, esa es la forma natural de avanzar sobre los conflictos. “Haciendo lo que hay que hacer”, dice el spot oficialista que celebra la realización individual por encima de cualquier otra cosa: el niño cruzando una inundación para ir a la escuela, el viejo que sigue trabajando en su casa para pagar las cuentas o la niña que hace changas y “ya se va a aflojar”. Cuando Horacio González se despidió de su cargo como director de la Biblioteca Nacional —en el lejano 2015— dijo algo que muchos presentíamos: que los tiempos que iban a venir no serían fáciles. Pero también se detuvo en algo que no todos notaron: antes que por el dinero, los medios y la fuerza, la derecha volvió al poder por el lenguaje. “Estoy con vos”, es la frase canchera del vecino copado que te invita a “terracear”, porque ya no te alcanza la plata para irte de vacaciones. Ese lenguaje, que mezcla el esfuerzo del inmigrante que se hace solo con la superación personal del marketing, es aquel que con eficacia instaló la nueva derecha, tan parecida a la tradicional. Un lenguaje que opera sobre las subjetividades y que tiene, en el reverso del bienestar individual, la cara del miedo. Miedo a criticar, miedo a participar, miedo a actuar.
“Telam tiene futuro y seguirá informando”, concluye el comunicado que la empresa publicó el día que empezaron los despidos, los llamados, los llantos, los gritos y las asambleas. Ese día también comenzó el paro y la toma pacífica de los edificios que los gerentes abandonaron y que los trabajadorxs apropiamos para contenernos, organizarnos y visibilizar nuestra situación. Este espacio, que hasta hace una semana producía contenidos para más de 300 abonados, se convirtió en base operativa de personas que, más que números para el recorte, son humanos que quieren trabajar. Trabajar para informar y romper el aislamiento que, cada vez con más fuerza, invisibiliza el sufrimiento de un tejido social que el gobierno decidió romper. En estas acciones de disciplinamiento y castigo se esconde algo mucho más importante que la razón económica: se trata, finalmente, de dinamitar toda actividad colectiva. La respuesta desde nuestras redacciones, vacías de operadores y llenas de calor humano, es una sola: la lucha por la reincorporación, la lucha por la palabra, la lucha por el sentido. Esta no es una historia personal: es nuestra historia.
Fuente. Juan Rapacioli / El Cohete en la Luna